Hace poco, el 27 de julio, estuve en el Celler y, como siempre, se
trató de una experiencia maravillosa.
Esta visita al Celler me confirmó la sensación con la que me fui la
última vez que estuve allí. No sé si está bien decir que fui “a comer” al
Celler. Yo creo que, a esta altura, una visita al Celler es mucho más que una
cena: es una experiencia de placer, y el hecho de que salgamos de allí sin
hambre es solo un detalle –es más, diría que nos vamos sin hambre desde un punto
de vista fisiológico, pero no sin hambre de más y más sensaciones–. Confieso
que salgo feliz, muy feliz, pero también con una cierta tristeza, porque el
momento mágico llegó a su fin, y mientras camino hacia el auto solo puedo
pensar en que ¡ojalá pueda volver!
Cada visita al Celler es una mezcla de sensaciones.
Todo empieza cuando hago mi reserva: ¡ya está! ¡tengo mi mesa
asegurada! Después tratar de no pensar demasiado hasta que llegue el gran día.
Finalmente, el día llega y allá vamos.
Llegar al restaurante; entrar. Sentir cierta familiaridad con el
lugar, ver alguna cara conocida. Al ir hacia la mesa ya las sensaciones se van
haciendo más fuertes y se acentúan mis ganas de que la experiencia resulte lo
más larga posible. Quiero empezar a sentir, a oler, a ver…, pero despacio, muy
despacio.
Empieza el juego de la vuelta al mundo; habrá que adivinar dónde están
inspirados los distintos bocaditos que se nos ofrecen. En cierta forma,
uno podría trasladar este juego al total
de la experiencia. No me refiero al de adivinar inspiraciones, sino al de
detectar sabores, perfumes, sensaciones. Es casi como un juego, crece la
intriga por saber qué vendrá en el próximo plato, en el siguiente vino que
estamos por degustar. No se trata de una expectativa sobre qué voy a comer, sino, más bien, sobre qué voy a sentir, con qué sorpresa me voy a encontrar.
En resumen, visitar el Celler es una experiencia fundamentalmente
afectiva, por los afectos puestos en juego por todos los que allí trabajan, los
que permiten que nosotros, los clientes, podamos dejar aflorar los nuestros.